Un aspirante a narrador de
historias, que debía tener oído y vista refinados, perseguía a un maestro, al
que le copiaba desde el repertorio hasta los gestos, para luego intentar ser
admitido en su círculo y exprimirle hasta la última gota de su sabia. Una vez finalizado el tiempo de convivencia, el
iniciado se lanzaba a los espacios públicos intentando encontrar el verdadero
pulso de su palabra y gestos, o el de sus públicos, ansiosos y fascinados
consumidores de ficciones.
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La idea de los paraísos y de las
edades de oro, armónicas y selectas, no escapa a la narración oral. Siempre, en el imaginario, existió un tiempo,
tan anterior como para no haber dejado evidencias, habitado únicamente por
maestros; llegándose a mitificar lo antiguo y rural, trayendo como consecuencia
una feroz carrera entre los académicos que pugnaban por descubrir y apropiarse
de las “versiones” más antiguas y de los portadores “más puros”, es decir, los
más ágrafos entre los analfabetos, y los más bucólicos entre los campesinos. Entonces
la totalidad de los escaldos, aedos, ollhams ministriles, griots,
juglares y trovadores fueron excepcionales, y cada montero, un dueño de la
palabra.
Sabemos que en todo tiempo y lugar se cuecen habas. Falsificadores y
fulleros, mediocres y buscavidas, convivieron con las cumbres, permitiendo, muy
al pesar de los pesares puristas, que las historias se conservaran y agazaparan
a la vuelta de los caminos en espera de que apareciera un verdadero iluminado,
que las haría saltar hasta lo excepcional y lo prístino.
En el medio de esta realidad, hay
que entender, además, que según sea la época y la cultura, siempre existieron
normas y pautas estables, regulares, que rigieron y conformaron el arte de
contar historias, y establecieron mecanismos para su trasmisión, conservación y uso. No hay un momento histórico en el que no
podamos señalar sus rastros y sus rostros, solo que, a finales del siglo XIX, tanto en Europa como en los
Estados Unidos, comienzan a aparecer narradores urbanos, influenciados por la
escritura, que puestos ante el hecho probado de que se habían salido de los
canales tradicionales de trasmisión,
adoptaron nuevos derroteros, crearon sistemas y reglas otras para su trabajo,
en conformidad con las situaciones comunicacionales
que les retaban.
Aparecieron, entonces, los
narradores orales-escritores, que
partieron de un presupuesto común: dar fe de sus trabajos y mañas, de
sus recursos y modos, creando estructuras teórico-prácticas, que echaron mano a
los saberes acumulados desde
la retórica grecolatina, pasando por la práctica del discurso religioso, hasta
llegar a la propaganda y publicidad de diversos tintes y destinos.
En esta última corriente se inscribe
la obra escrita de Mayra Navarro ,
reflejada en Aprendiendo a contar cuentos
– Editorial Gente Nueva (1999) y Editorial Pueblo y Educación (2012). Más que un libro con dos ediciones, lo que
encontraremos es una primera y su reimpresión. Hubiéramos preferido una versión otra,
ampliada y corregida, que reflejara las trasformaciones y evolución del
pensamiento y la práctica de esta maestra cubana; pero los editores, y ella
misma, prefirieron dejar para más tarde esta posibilidad, apremiados por la
necesidad de responder a urgencias pedagógicas vigentes, pues era necesario
disponer de un texto que logre, dentro de la enseñanza artística regular,
cumplir con el objetivo de ser , al unísono, carta de relación, testimonio
sobre la obra de un cuentero moderno y, a la vez, resumen teórico de las ideas,
procedimientos y tendencias imprescindibles para que los candidatos a ejercer
el viejo oficio puedan confrontar y consultar un manual básico.
Más que hacer transformaciones o
cirugías correctivas, que siempre desfiguran el rostro de algo o de alguien, o
que son complejas y farragosas, quizás se debió incorporar un pequeño cuerpo de
notas al margen que dieran fe de la transformación o actualización de algunas
ideas y conceptos, como, por ejemplo, sería dar fe de las imprecisiones que se
esconden detrás de sintagmas y teorías generalizadas en el pasado siglo, pero
que hoy están ampliamente superadas. Es
solo un señalamiento, que en nada afecta la creencia en la utilidad y vigencia
de la obra comentada.
No estamos ante uno de esos
trataditos que prometen a sus lectores, cautivos e ingenuos, fórmulas mágicas e
infalibles. Un golpe de manos, y usted será el mejor contador de cuentos de la
historia. La autora, casi en el pórtico,
advierte que “… de hacerlo así [de usar
el libro como conjuro o colección de ensalmos], resultaría un hecho frío y
carente de vida, un esquema que nada tendría que ver con el arte”, y, un poco
más adelante, nos revela su intensión última: “les recomiendo sentir estas
páginas como un punto de partida para descubrir la esencia verdadera del arte
de contar cuentos, poniendo a prueba la creatividad individual del artista”.
La mayoría de los narradores orales
profesionales de este país, al menos los radicados en la capital y sus
periferias, reconocen en nuestra autora su primer motivo y su palanca. Pocos
somos los que no estudiamos con su método, y muchos más los que lamentamos no
haber sido parte de un sistema pedagógico en plena vigencia. Aprendiendo
a contar cuentos constituye la suma, la síntesis, de estos aprendizajes
colectivos. Los que ejercemos alguna forma de docencia tenemos la certeza de
que hemos aprendido y consolidado nuestros saberes en la misma medida en que los hemos donado, pues ellos
siempre regresan.
En Mayra Navarro
estos retornos tienen muchos rostros, desde el Festival
Primavera de Cuentos, pasando por el Proyecto NarrArte, hasta el Foro de Narración Oral del Gran Teatro de La Habana , y las irradiaciones
que estos eventos y espacios generan. Esperemos que, en lo inmediato, podamos
leer una versión otra de este texto, clásico en la forma y en sus raíces, cuya
aparición deberíamos celebrar con la lectura de la versión que tenemos ante
nosotros, pues ya se sabe que “más vale pájaro en mano...”
Red internacional
de Cuentacuentos (RIC)
International Storytelling Network
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