Hoy, 11 de noviembre, ha fallecido Teresita Fernández maestra que hizo soñar con sus canciones a generaciones de cubanos. Nació el 20 de diciembre de 1930 en Santa Clara, Cuba, trovadora, narradora y pedagoga, es conocida como la cantautora más destacada en la creación musical para niños cubanos de varias generaciones.
Compartimos la canción Feo, conTeresita Fernández y Silvio Rodríguez.
Desde Cuba, Mayra Navarro nos envía estas palabras escritas por Jesus Lozada.
Juglaresa de Dios, cantora de los pobres y los niños
Por Jesús Lozada Guevara
Este relato es una mentira que esconde una verdad y la Verdad. Ya no tendremos la mirada, la sensibilidad y la historia que podría armar el triángulo y confirmar el círculo. Faltará - ¿para siempre?- el ojo y la lengua de
Teresita Fernández.
Una tarde en la Peña Literaria del Parque Lenin, cuando, con la adolescencia rota, llegué hasta aquellas piedras y yagrumas, reino que los pobres construyeron, estaba ella. Mujer de fuego, pelo hirsuto, vestida de negro, que, poniendo sobre sus rodillas uno de los tomos de las Obras Completas de José Martí, leía, como un escolar. Ese sonido solo era comparable al de Miguel, Ramón o Filiberto, los venerables curas de mi ciudad, cuando musitaban los evangelios “ a riesgo de su vida”. El Apóstol recobraba la música que debió tener, la serena majestad de los zapatos agujereados y la pulcra aristocracia del traje a punto de estallar. La trovadora no se atrevía a comentarlo, lo proclamaba.
Entonces, puesta de pie, dijo: Yo, que creo, me atrevo a repetir con Li Po, el gran poeta chino, que “los hombres nos pasamos la vida luchando por esa fruta inútil que es la eternidad”. Nunca me atreví a preguntarle a cuál de las eternidades se refería; pero al verla, enseguida, supe que era a esa campana que suena, a ese címbalo que retumba, vacío de Amor, y que pretende entrar apartándolo todo, arrasándolo todo, para ocupar el espacio de lo sagrado. La obra y la vida de mi amiga hay que mirarla desde el prisma de Jesús de Nazaret, abandonado en la cruz, sufriente, que se vacía, se abaja. En el corazón de ella se mezclaban el dolor de siglos de las mujeres que fabricaban camisas de lino en Valencia, de los trabajadores y aparceros de Asturias, de los impotentes veracruzanos que veían como los interventores gringos refrescaban a sus bestias con hielo, mientras bajo la canícula y el hambre dejaban a los lugareños, hay que verla en los ojos de la niña de siete años que en Santa Clara pescaba guajacones en el río y aprendía a tocar tres acordes de guitarra que, sin embargo, le bastaron para horadar el tiempo y rasguñar la piedra.
Podría contar de nuestros viajes y actuaciones en México, Venezuela, España y Colombia. Podría decir que nos peleamos a muerte y nos reconciliamos, tantas veces, como esos viejos matrimonios que aman y odian con idéntica pasión; contar que generalmente admiramos a las mismas personas, y que la última vez que nos vimos estaba Antonio González o que Sor Acela Fernández miraba desde lejos, severa y adusta, como corresponde a una monja; y que ahora ellos tres deben estar enredados en una charla interminable o discuten. ¿Quién sabe qué sucede por esos lugares que están más allá de la recóndita armonía o de la oscura raíz del grito? Podría evocar conversaciones para las que no había reloj. Podría, pero no quiero y no debo. Quizás alguno piense, y es cierto, que este texto es tan personal que bordea la impudicia. Podría ser, podría ser, pero no es. Teresa le pertenece a Cuba y al mundo. Ella, que no tuvo nada, hoy tiene más de lo que aspiró.
Entre Teresita del Carmen Fernández y García y yo media el silencio, que “tiene palabras más claras”, y que suena como el tambor de agua, las chirimías, el bajo pedal de los mozárabes y la recia polifonía de los sefarditas. Entre los dos está Dios, todo Dios, todo en Dios.
¡Espérame, juglaresa, cantora de los pobres!
¡Espérame, amiga mía, espérame junto a Li Po, Francisco de Asís y Teresa de Ávila! Sigo roto. Ahora más. Deja la ruta, el territorio, el mapa; déjalo como las migajas de pan del cuento de Hansel y Gretel que tanto nos hacían llorar.
¡Espérame en Bethania!
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